Cuando Basadre conoció a Hitler

Fragmento de «Un peruano en una ceremonia nacionalsocialista». Publicado en Lima, noviembre de 1975.

Caricatura: Mateus Freitas

Asistí, con natural curiosidad, a las reuniones nacionalsocialistas. La más importante de ellas fue una ceremonia en el Palacio de los Deportes, el Sportpalast de Berlín. Allí pronunciaron discursos Joseph Goebbels primero y Adolfo Hitler después.

Había que buscar asiento muchas horas antes de que la ceremonia se iniciara y el público era embriagado de antemano sistemáticamente con música, himnos y listas de muertos en luchas callejeras. Me acompañó en aquella ocasión la señora Faupel; y nos distraíamos en el tedio de la espera larga hablando en castellano, cuando un hombre se levantó de su asiento y, dirigiéndose con enojo a nosotros, exclamó: «Esta es una reunión para alemanes y aquí no se habla sino alemán». La señora Faupel, muy cortésmente, se identificó y dijo que yo era profesor de una universidad de América del Sur con sangre alemana por mi lado materno, interesado en el nacionalsocialismo. Así quedó detenido este incidente; pero nuestra charla, que todavía duró bastante tiempo, fue reanudada en el idioma de mi generosa amiga.

El espectáculo ostentaba una liturgia muy análoga a la del catolicismo preconciliar en sus grandes ocasiones. La señal para su verdadero comienzo fue un interminable e impresionante desfile de bosques movibles de banderas portadas por apuestos jóvenes que marchaban en maravillosa disciplina con sus uniformes pardos, cuya prohibición acababa de ser levantada.

Joseph Paul Goebbels empezó su discurso. No era rubio y atlético, símbolo solar, expresión viva de la superioridad racial aria. Tenía, por el contrario, una figura menuda, un rostro pálido, con cabello negro y semblante hundido. Daba una impresión de fragilidad engañosa, porque en la tribuna su figura era impresionante y su magnífica voz de barítono resultaba ayudada por las manos expresivas y por la diversidad, la agilidad y la cáustica agudeza de su talento.

(…)

La parte final y, ante el público, la más importante de aquel comicio, estuvo a cargo de Adolfo Hitler. Es innecesario que repita ahora todo lo que se sabe de él. Lo vi de lejos, frescos los carrillos como los de un niño, suave al principio la voz para llegar, en el momento oportuno, dentro de un torrente de palabras, al grito y al paroxismo acompañados por golpes en la mesa. Estaba vestido con el uniforme partidario, con una limpieza y una sencillez absolutas. Como siempre, se manifestó totalmente decidido, totalmente enfático, totalmente seguro de sí mismo y de su causa. Este hombre que a lo largo de casi toda su vida no quiso tener una esposa ni una amante fija, sentía una pasión por la multitud equivalente al connubio con ella.

«¿Qué sería de mí sin todos ustedes?», exclamó alguna vez ante sus adeptos. Estos encuentros le producían, sin duda, un orgasmo emocional. El espectador llegaba quizás a la conclusión de que su mente estaba guiada sólo por ideas fijas. Por otro lado, ¿cómo atreverse a negar el hipnotismo de su carisma sobre las muchedumbres?

Cabe indagar ahora sobre cuánto hubo de espontáneo o de calculado en estos actos públicos. Bertolt Brecht en un escrito que tiene forma dialogada, examina minuciosamente el tema de «la teatralidad del fascismo». De el serán mencionados aquí unos cuantos párrafos.

«No es posible dudar -afirma uno de los interlocutores- de que los fascistas se conducen de una manera absolutamente teatral. Ellos mismos hablan de regie y han extraído una cantidad de efectos justamente del teatro: los reflectores, el acompañamiento musical, los coros y los imprevistos sorprendentes. Hace algunos años un actor me contó que Hitler había tomado horas de lecciones con el actor Basil de Munich no sólo en la técnica del recitado sino también en lo tocante a la manera de conducirse y moverse. Aprendió, por ejemplo, el paso sobre el escenario, el solemne andar de los héroes extendiendo la rodilla y asentando bien la planta de pie para dar majestuosidad a la marcha. También esa forma impresionante de cruzar los brazos es cosa aprendida y también la actitud suelta y como negligente le fue inculcada».

En seguida, el diálogo refiere cómo cambiaban sus actitudes con finalidades concretas, según los casos, de impresionar e infundir respeto: a veces de aire mundano, o las reverencias ante ciertos personajes, o el símbolo del amigo de la verdadera música alemana, o el del soldado desconocido de la guerra mundial, o el del amante jubiloso y camarada del pueblo, o el del sufridor digno y resignado, etc. Pero en los grandes discursos -leemos también- quiere inducir al público con actitudes dramáticas e imprevistas a sentirse íntimamente unido con él y a decir: «Sí, nosotros también habríamos actuado de ese modo», con lo cual los espectadores olvidan sus propios intereses, quedan envueltos por el orador, participan en sus luchas, en sus preocupaciones y en sus triunfos y pierden las ganas de toda crítica. Sus gesticulaciones corroborativas imprimen a lo que dice el carácter de razón fundamentadora.

Aquella tarde inolvidable vi surgir a mi alrededor el clima de entusiasmo infeccioso que, sin duda, hace y ha hecho posibles los mesianismos y los milenarismos, fenómenos increíbles de todos los tiempos y de todas las latitudes, cuidadosamente estudiados ahora por un grupo creciente de hombres de ciencia. Vi mujeres fuera de sí y en trance sólo porque miraban y escuchaban a este hombre por tanta gente despreciado.

(…)

Preparó en seguida a sus oyentes para drásticas medidas que acabaran con los escrúpulos burgueses, que cambiasen los guantes por los puños cerrados con métodos no importaba si buenos o malos con tal de que produjesen resultados. Repitió una frase que con grandes caracteres adornaba la sala: «Guerra total =guerra más corta» y atacó a quienes concurrían a los lugares de recreo, a quienes se ocupaban de sus estómagos como finalidad suprema en la vida, a los traficantes en mantequilla y huevos, a los salones de belleza, a la burocracia dedicada a absurdas ocupaciones, a los paseantes ociosos en sus cabalgaduras por las avenidas de Berlín, a los turistas sin empleo, a los agentes de rumores.

Ya en un tono más grave, anunció el reajuste de la vida económica, la conversión de la fuerza laboral hacia las industrias de guerra, el trabajo obligatorio para las mujeres. Finalmente hizo al auditorio su dramático y famoso interrogatorio («Yo les pregunto a ustedes»). La respuesta fue entusiasta y afirmativa acerca de la decisión de combatir; de la determinación en el sentido de trabajar más duramente y de producir más; de la voluntad de ir a la guerra total; de la confianza absoluta en el Führer; de la capacidad para reforzar el frente de lucha antisoviético con armas y hombres con la finalidad de suministrarle al Ejército todo lo necesario para la victoria; del compromiso formulado por el servicio femenino en el trabajo; del planteamiento de radicales medidas contra los contrabandistas y los saboteadores y de demandas iguales para todos los alemanes no incorporados a los lugares donde se combatía.

Satisfecho con la escena que acababa de ocurrir hizo un sumario ampuloso, al que agregó el juramento del frente interno dirigido a las tropas en la lucha. Anunció la victoria tangiblemente cercana y concluyó con las palabras de un viejo poeta alemán: «Ahora, pueblo, levántate y deja que los vientos de la tormenta se desencadenen».

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