Carta de Neruda a César Vallejo

Esta primavera de Europa está creciendo sobre uno más, uno inolvidable entre los muertos, nuestro bienadmirado, nuestro bienquerido César Vallejo. Por estos tiempos de París, él vivía con la mente abierta, y su pensativa cabeza de piedra peruana recogía el rumor de Francia, del mundo, de España… Viejo combatiente de la esperanza, viejo querido. Es posible? Y qué haremos en este mundo para ser dignos de tu silenciosa obra duradera, de tu interno crecimiento esencial? Ya en tus últimos tiempos, hermano, tu cuerpo, tu alma pedían tierra americana, pero la hoguera de España te retenía en Francia, en donde nadie fue más extranjero. Porque eras el espectro americano -indoamericano, como vosotros preferís decir-, un espectro de nuestra martirizada América, un espectro maduro en la libertad y en la pasión. Tenías algo de mina, de socavón lunar, algo terrenalmente profundo.

«Rindió tributo a sus muchas hambres», me escribe Juan Larrea. Muchas hambres, parece mentira… Las muchas hambres, las muchas soledades, las muchas leguas de viaje, pensando en los hombres, en la injusticia, sobre esta tierra, en la cobardía de media humanidad. Lo de España ya te iba royendo el alma. Esa alma tan roída por tu propio espíritu, tan despojada, tan herida por tu propia necesidad ascética. Lo de España ha sido el taladro de cada día para tu inmensa virtud. Eras grande, Vallejo. Eras interior y grande, como un gran palacio de piedra subterránea, con mucho silencio mineral, con mucha esencia de tiempo y de especie. Y allá en el fondo el fuego implacable del espíritu, brasa y ceniza… Salud, gran poeta, salud, hermano.

Santiago, agosto de 1938.

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